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The name transforms the space into a particular place and, in particular, the religious name defines and constructs the identity of the place in a profound way. Language is fundamental to transforming nature into landscape: we can think of a space without a name, but we can hardly think of a place that can't be named. In this essay, the author combines landscape, language and religion to reflect on the processes in which chaos becomes cosmos.
Imagem: Serra de Monstserrat (retirada da web).
Mi propósito hoy es compartir algunas reflexiones sobre la religión, el paisaje y el lenguaje. De los tres conceptos, el menos problemático en este momento para mí es el del lenguaje. El lenguaje es una capacidad humana indiscutible cuya definición, aunque no fácil de concretizar, sería fácilmente concebible. La religión y el paisaje, en cambio, ya me parecen dos categorías más problemáticas, fluidas, escurridizas, y cuyas definiciones serían, por lo menos, posicionales. Quien quiera definir qué sea religión (y en qué sea diferente de la espiritualidad, de lo sagrado, de lo mágico, etc.) tiene que sentirse en posesión de lo que yo denomino “el monopolio de la definición legitima”, y lo mismo acontece con “paisaje”. Qué sea “paisaje”, qué sea “medio ambiente”, qué sea “naturaleza”, qué sea “espacio”, etc. pertenece a un “juego del lenguaje” concreto, en sentido wittgensteinano. Seguramente no nos pondríamos de acuerdo en una dar con definición de “paisaje” que acogiera todas las ponencias que vamos a oír en esta jornada si ahora nos pusiéramos a perder tiempo en esta labor (podemos intentarlo, si lo desean, al final de la tarde…). Recordemos la inteligente solución de T.S. Eliot en su librito Notas hacia una definición de cultura (1949). En vez de definir “cultura” (tal vez el concepto más escurridizo que haya sido capaz de inventar el ingenio humano) Eliot define “definición” y, más que definirla, se limita a acotarla. “Definir: establecer los límites de algo”, cita (de un diccionario), en la primera página de su ensayo (que es tanto un ensayo sobre el arte de definir como sobre la dificultad de definir cultura). Yo voy a proponer algo semejante. Voy a proponer un límite conceptual. Uds., claro está, pueden establecer otros. Precisamente en la medida en que lo que quiero es convidarlos a pensar en la relación entre el paisaje y el lenguaje (o, mejor dicho, entre paisaje y nombre, más que entre paisaje y lenguaje en general, tema muy amplio y muy estudiado por la lingüística, que podemos dejar para otras ocasiones), voy a definir el paisaje como aquella parte del ambiente circundante que los seres humanos compartimos lingüísticamente y sobre la que podemos pronunciarnos. “Oye, Hijo mío, el silencio. Es un silencio ondulado, un silencio donde resbalan valles y ecos que inclina las frentes hacia el suelo” recita Lorca. Precioso, sin duda, pero ¿cómo habría Lorca transmitido, o mejor dicho, creado, este paisaje de silencio, tan espiritual gracias a la imagen de las frentes inclinadas hacia el suelo, si no compartiera el lenguaje con nosotros?
El lenguaje es, para mí, fundamental para tornar la naturaleza en paisaje, en horizonte humano, y en especial para tornar el
espacio en
lugar. Podemos pensar en un espacio sin nombre, pero difícilmente seremos capaces de pensar en un lugar innombrable. Intencionalmente hablando, dirigirse a un lugar (corporal o mentalmente) equivale a dirigirse a un nombre. Tengo la seguridad que mis interlocutores catalanes no podían ver la foto que he mostrado más arriba (la Serra de Montserrat) sin intencionalidad nominal. El nombre humaniza, o mejor dicho mundaniza: torna el caos en cosmos.
Imagem: Serra de Monstserrat com os nomes do picos inscritos (retirada da web).
El título que he ofrecido para reflexionar hoy con Vds. hace referencia a Marcel Proust. En el primer volumen de À la recherche du temps perdu, Proust nos ofrece un capitulito titulado “Nombres del lugar: el nombre”, donde nos habla de la fascinación que ejercen, sobre la expectativa del joven (en aquel momento, pequeño) narrador, algunos lugares míticos de la costa normanda, en especial el centro de veraneo de la alta burguesía parisina: Balbec. En el siguiente volumen, hay un capítulo titulado “Nombres de lugar: el lugar”, en que nos habla de la experiencia de estar en el lugar (el veraneo adolescente en Balbec, para muchos lectores el más ameno de todos los capítulos de la famosa novela-río), bastante diferente (aunque no necesariamente “peor”) a la de imaginarse el lugar, de la que nos había hablado en el volumen anterior (lo mismo acontecerá, más tarde, con Venecia, el lugar imaginado por excelencia, sólo concretizado, tornado lugar empírico, en un viaje que el narrador hará ya de bastante mayor). Todo el opus proustiano es una reflexión sobre la oposición, y la relación dialéctica, entre la imaginación y la sensibilidad. Contrariamente a lo que se suele pensar, la obra no es sólo una recherche (en el doble sentido de búsqueda y de investigación) sobre el recuerdo, sino también sobre la expectativa, sobre la fuerza que tiene los nombres para permitirnos imaginarnos lugares no existentes, utopías nominales que, tal vez, alcancemos algun dia.
En general, pues, Proust confirma que la relación entre la imaginación y el lugar es nominal. Los nombres de los lugares capturan nuestra imaginación. América, Venecia, Shanghái, Shangri-La, Mbanza Kongo, Mpame, Paris… A lo largo de mi carrera, en mis reflexiones sobre el espacio, me he esforzado en relacionar “lo remoto” con “lo concreto” o “lo empírico”, haciendo uso de una oposición que he tomado prestada a Edwin Ardener. Lo remoto es lo queda más allá de lo percibido, sustraído a los sentidos, puramente imaginado. Por ejemplo, mucho antes de ser un lugar concreto, empírico, América es un lugar remoto para el joven apodado “Amerika-Amerika” del filme biográfico de Elia Kazan (America, America, 1963). Mucho antes de ser un lugar empírico, nos cuenta Ardener, Brasil existía en la imaginación de los navegantes, como un lugar por lo menos posible al que, por razones que ahora no vienen al caso, ya se había dado ese nombre. El nombre remoto y el nombre conceto pueden ser el mismo nombre, pero fenomenológicamente son muy diferentes. “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, y en Roma misma a Roma no la hallas…” recitaba Quevedo, con gran penetración filosófica y geográfica. Volveremos a Roma... por lo menos en esta presentación.
El nombre empírico singulariza y ayuda a situarse. Permítanme revisitar aquí la Catalunya pre-pirinaica de mi infancia y adolescencia para ilustrar la importancia del nombre. En la finca Els Paons Blancs, situada en el distrito de simbólico nombre Térmens (literalmente “términos”), pasaba yo los veranos de pequeño, sin duda tan idealizados en mi memoria como los paseos por los caminos de Combray en la del narrador de En busca del tiempo perdido de Proust. Recuerdo, creo, bastante bien los lugares, pero sé que los recuerdo, o tal vez que los reinvento, porque tenían nombre. “La Pedra” (que no era un nombre común, sino un nombre proprio); “el Pi” (que no era un nombre común, sino un nombre propio, sólo un pino era “el Pi”, aunque hubiera en la Finca, sin duda, más de uno). “El Triangle...” (a diferencia de los otros dos, el Triangle no era un objeto, sino una configuración de objectos que dibujaban un triángulo: unos arbustos en un vértice, un camino --un pedacito de El camí vell, lo recuerdo bien-- en la hipotenusa). Estos lugares eran los limites de mi mundo. Mamá: “podéis ir en bicicleta, niños (només els mitxans, no els petits), pero no más allá de “‘El Triangle’”. Era, también, el límite de mi lenguaje, porque no conocía nombre de lugar ninguno más allá de El Triangle, con excepción, casi me tiemblan los dedos al escribirlo, del mítico “el final del camí” adonde a veces me llevaba mi padre a pie, buscando oropéndolas y otras aves en sus excursiones ornitológicas. Realmente me apetece decir que los límites de mi lenguaje eran los límites de mi mundo. ¿Habrá algún filósofo pensado que esto sea posible?
Bromas filosóficas aparte, Proust nos ayuda a comprender la conexión que existe entre el nombre y el lugar de la que estoy hablando, y la dialéctica entre lo remoto y lo concreto. Pero es que además de la reflexión en general sobre el nombre y el lugar, en el libro de Proust aparece un texto precioso (que, como otras partes de
À la recherche, Proust había publicado anteriormente como artículo suelto, éste titulado “l’église du village”) donde se nos habla de la importancia de la iglesia, de la iglesia como edificio, y del campanario de la iglesia para ser precisos, para crear un sentido de orientación en el mundo.
Imagem: Igreja de Iliers-Combray (retirada da web).
La aldea (la de la foto es la francesa Iliers, la que inspiró el mítico Combray proustiano, hoy rebautizada como Iliers-Combray justamente) es como una mano, describe Proust, horizontalmente abierta al mundo, y el campanario es como un dedo que se eleva hacia el cielo, y que permite orientarnos: izquierda, derecha, delante, atrás. Proust acierta: la religión juega un papel fundamental en la creación de lugar, en la fijación del lugar. Es esto lo que aprendimos no sólo con Proust sino, más teóricamente, con la llamada “fenomenología de las religiones”, por lo menos tal como la concibió Mircea Eliade y su escuela de Chicago. La religión fija el espacio ontológica y ónticamente hablando. Por supuesto que la fenomenología de las religiones era criticable, sobre todo porque intentaba someter todas las religiones a un único padrón universal (para ellos, ni que decir tiene, Proust está describiendo, cuando habla del campanario de la Iglesia, el famoso y universal axis mundi que encontramos en cualquier otra religión, porque todas se reducen a lo mismo). Pero esto no interesa ahora, lo importante es que esta escuela, con sus limitaciones epistemológicas e ideológicas (como toda escuela) descubrió la importancia de lo religioso en la articulación de lo visible y lo invisible, lo fijo y lo fluctuante, lo sagrado y lo profano.
La fijación en el dominio de lo visible del campanario (y con él, de la iglesia, y con ella, de la aldea, la
terra como llaman, tan bien, los portugueses a sus aldeas) que permite el campanario no es sólo perceptual, sino también conceptual, y es mi opinión firme que la nominación, como acto de intencionalidad pura, juega aquí un papel tan importante, o más, que la pura percepción. No es sólo la ermita la que nos ayuda a articular el paisaje, sino
aquella ermita en concreto: la de Sant Jordi aquí, la de Sant Salvador ahí. La de la Montalegre aquí, la de la Santa Maria del Castell más allá (me estoy refiriendo aquí al paisaje del Montroig y otras sierras circundantes alrededor del pantano de Camarasa en La Noguera, adonde íbamos, y todavía voy, a pasear regularmente, y donde algunos recuerdos de mi infancia católica, como la primera comunión de mis primos, que tuvo lugar en la ermita de Santa Maria del Castell de Sant Llorenç, se enraízan)…
Imagem: Ermida de Sant Jordi (retirada da web).El nombre fija el lugar, pero el nombre religioso lo fija mucho más profundamente. ¿Por qué? Creo que la explicación no puede ser sólo fenomenológica. Es cierto que por una parte lo es. En el lugar religioso, el mundo sensible se conecta con otro mundo, invisible, tal vez, dirían los fenomenólogos,
más real que el mundo sensible (aunque nunca he comprendido como se gradúa lo real y quién lo gradúa: ¿quién es un fenomenólogo para afirmar que para una persona religiosa el mundo espiritual es “más real” que el mundo sensorial o profano?). Tal vez la ermita “presentifica” lo invisible, como un fetiche africano, o como un ídolo griego de los que nos hablaba Jean-Pierre Vernant. Es posible. Pero también soy lo suficientemente durkheimiano como para estar convencido, empíricamente convencido (y haciendo uso de mi propia memoria: por ejemplo, la primera comunión de mis primos María Rosa y Antonio en 1968, para la que me hicieron subir católicamente a la ermita anteriormente referida, en Sant Llorenç de Montgai), de que la actividad humana, el ritual, la efervescencia, es importante en esta articulación del espacio, en estos actos de nominación.
[1] Saint Besse ayuda a los habitantes de los Alpes a situarse en el espacio, como demostró Robert Hertz, discípulo fiel de Durkheim y padre de los estudios sobre las romerías, en un estudio formidable, pero eran los habitantes de los Alpes los que socialmente construían a Saint Besse (o San Besso, en italiano) en sus idas y venidas, en sus romerías (como la que vemos en la foto más abajo) y en las fiestas en honor (“en nombre”) del Santo que sacrificaba sus valles y generaba su sentimiento de comunidad, más alla de la separación kilométrica que separaba a los adoradores del santo distribuidos por el valle. Un análisis similar, y mucho mas detallado, lo encontramos en el precioso libro de William Christian Jr. sobre el papel del culto mariano en la articulación del espacio y del sentimiento de comunidad en los valles de Cantabria (
Person and God in a Spanish Valley, 1972).
Imagem: Culto da peregrinação de St Besse (retirada da web).
Nomina non numina decía (o dicen que decía) Max Muller… Una formula poderosa, iconoclasta, pero en definitiva inefectiva, porque al que cree en numina afirmarle que los tales son apenas nomina le entrará por un oído y le saldrá por otro… Intenten Vds. decirle a un creyente en Dios: “Dios no es más que un nombre, pero es el nombre de una nada” y vean si producen alguna duda en la imaginación de su interlocutor.
Dejemos por un momento de dar vueltas al nombre. Pensemos por un momento en la fuerza extraordinaria de
no nombrado. déjenme darles dos ejemplos. El primero, clásico, es el paisaje que se vislumbra por atrás de la Mona Lisa en el famoso cuadro de Da Vinci. Ese camino a la izquierda, ese puente a la derecha... (para no fijarme más que en objectos claramente fabricados por la mano humana, y que suelen tener nombre). ¡Ni siquiera Dan Brown sería capaz de descodificar a qué lugares reales esas imágenes oníricas corresponden!
Imagens: Gioconda de Leonardo da Vinci (retirada da web) e Simon Kimbangu (foto de Ramon Sarró).El segundo es el paisaje por detrás de una imagen (muy atípica y por eso preciosa a mis ojos de estudioso del kimbanguismo) del profeta Simon Kimbangu que tuve oportunidad de fotografiar en una parroquia rural en el norte de Angola. Ambos son paisajes “uncanny”, “umheilich” como diría Rilke (autor de unos inspiradísimos textos sobre la espiritualidad del paisaje), mucho antes de que Freud tornara este concepto tan famoso en su famoso texto de 1919: insólito, inhóspito, inquietante. ¿Cómo podríamos ir a esos lugares? (si es que lugares son). Nadie puede, conscientemente, en el mundo real,
ir a pasear por el paisaje (¿bosque, montaña, camino, puente, todo a la vez, lo indeterminado, el
aperion?) que aparece por detrás de la imagen de la Mona Lisa (así como nadie puede ver a la mujer del retrato, porque todos vemos a la Gioconda o Mona Lisa: el nombre, doble por añadidura, nos impide ver a la mujer, como el nombre de las rocas de Montserrat nos impide tener una experiencia realmente inenarrable de ese paisaje, como la que debieron de experimentar sus primeros descubridores íberos o anteriores). Nadie puede ir a pasear por la selva que aparece por detrás de la imagen de Kimbangu, simplemente porque es imposible saber (de ahí, precisamente, la etimología de la palabra escocesa
uncanny, forma arcaica de
un-known)
[2] dónde esté (si bien, en este caso, no me extrañaría que algún profeta, inspirado o en trance, fuera capaz de indicar el lugar exacto guiado por los antepasados o los espíritus). Si alguien lo nombrara tal conseguiríamos ir allí, pero ¿no sería en este caso el nombramiento un acto de “desencanto del mundo”? ¿No equivaldría indicar cuál es, con toda certeza, el puente que se vislumbra al fondo derecho de la Gioconoda a un acto tan iconoclasta como bombardearlo? ¿A algo tan sucio como querer establecer en un mapa de Israel o de Palestina, dónde estaba exactamente el Paraíso del que nos habla la Biblia?
Tal vez sí. A veces, nombrar equivale a desencantar, y el gesto “nombramiento” puede ser sinónimo del gesto “iconoclastia” (gesto en sentido de movimiento corporal intencional, como lo define el filósofo Vilém Flusser, que no me cansa de sorprender, en su libro sobre gestos). La frase que se debe oír a menudo en una aldea africana donde se celebran ritos iniciáticos “Debajo de esta máscara no hay ningún espíritu, niño, es tu propio tío materno Issiaka, que quiere asustarte para que te hagas un hombre” es tan desmitificadora como “los Reyes Magos son los padres” para un niño católico. Pero fuerza es reconocer que a veces la relación es justamente la inversa. El nombre puede proyectar un tono mítico, encantando, creando una aurea sobre un lugar. Es lo que acontece, por ejemplo, en esta otra imagen, inversa, en muchos aspectos, a las dos anteriores.
Foto de Ramo Sarró: "Kimpavita ku seira dekanda 1705".
“Kimpavita ku seira dekanda 1705”. Aquí tenemos todo lo contrario. La frase significa “Kimpa Vita en la Sierra de Nkanda”. Es importante para el hombre o mujer kongo actuales que la selva que aparece por detrás de la imagen de la famosa profetisa del siglo XVIII (quemada viva tras un juicio inquisitorial) sea la Sierra de Nkanda (Seira dekanda en Kikongo), por razones históricas y por el interés que tienen los bakongo hoy en revalorizar esta sierra y sus recursos, simbólicos y económicos. Esto no es iconoclastia sino todo lo contrario: el genio creador de la palabra.
El nombre y la violencia simbólica
Imponer un nombre es un esfuerzo humano, un trabajo cultural, violento con la naturaleza y con los dioses, aunque es una violencia baladí. Poner un nombre es imponer un límite, meter en una caja conceptual. Pero los dioses y los elementos naturales no respetan límites. Los dioses están más allá de lo que captura la inteligencia, y ciertamente no son aprensibles por un nombre. Igualmente, el ser humano crea nombres para la naturaleza, pero la naturaleza, tal y como los dioses, no respeta nada, y los límites de los nombres menos que nada. No porque llamemos a un lago “el lago Chad” va el lago Chad a existir toda la eternidad. No porque llamemos a un cráter de la luna “el cráter Hipócrates” va a dejar el meteorito de caer sobre la faz de la luna y modificarla ante nuestros atónitos ojos. Nombrar la naturaleza es luchar contra el caos, y luchar contra el caos es luchar contra aquello que, para bien o para mal, hemos denominado fuerza divina. Los nombres no pueden nada. La ermita de San Jordi que vemos hoy encima de Camarasa, en realidad, ni siquiera es la misma que veíamos hace 80 años (ver foto de las ruinas de la anterior). Esa antigua se destruyó, por razones naturales e históricas (pasó por ella una guerra civil, entre otras cosas) que de momento desconozco, pero que ahora no vienen al caso. Los limites del mundo son fluctuantes.
Imagem: Antiga ermida de Sant Jordi (retirada da web).Es preciso aquí recordar que cualquier lenguaje humano es igualmente arbitrario, accidental, parcial. Que una roca se llame Sant Jordi hoy y que la misma roca se llamase, por ejemplo, Karnak en el pasado no dice nada más excepto que en momentos diferentes de la historia humana diferentes comunidades lingüísticas se han referido a ella, la han utilizado para orientarse en el espacio, colectivamente. Cualquier nombre está destinado a tornarse obsoleto, una ruina a partir de la cual podremos hacer arqueología, la hermana gemela de la antropología. Pero la arqueología se limita al dominio de lo humano, ninguna arqueología nos va a introducir en el dominio del mito. Hay que evitar caer en la “ilusión arcaica” de pensar que los nombres antiguos sean “más reales”, o más espirituales, que los nombres actuales. Sabemos, con Saussure y la lingüística post-romántica, que ningún nombre es más real que otro. Son simplemente diferentes nombres, esfuerzos titánicos del impulso intencional por controlar lo incontrolable, por dar nombre a lo
uncanny, por querer crear un mapa sobre un territorio fluido en el que todo lo sólido de desvanece en el aire, para citar la famosa frase. Pero no me malentiendan, no estoy abogando por un relativismo lingüístico-cultural o por un nominalismo instrumentalista. Hay que aprender a
escuchar a los nombres, porque son voces que nos recuerdan, como los fósiles de piedra descubiertos por el ermitaño Hyperion (de Hölderlin) en sus románticos paseos por Grecia, que el mundo ha sido habitado antes de hollar nuestros pies sobre él (son como las huellas que, tal vez, Tintín y los suyos encontraron en superficie de la Luna). En Guinea, donde he trabajado en una ciudad (que, como pueden ver en la foto, hospeda una fábrica construida en un antiguo manglar) llamada Kamsar, los bagas, habitantes del lugar, me dicen que el “nombre verdadero” del lugar no es Kamsar, sino Mpame.
Foto de Ramon Sarró: Fábrica de Kamsar com jovens a atravessar o rio.Mpame, me aseguran, no es el nombre que le dieron los seres humanos, sino el nombre que le dan los espíritus, auténticos detentores del derecho de habitar. Para los seres humanos es Kamsar, para los espíritus es Mpame, me dicen los bagas. Personalmente tengo una cierta resistencia a aceptar que, de existir dioses que hablasen un idioma diferente a los humanos y se refiriesen a nuestro mundo con conceptos proprios (idea, por lo demás, común a muchos sistemas religiosos) serían tan torpes y descuidados los dioses en sus usos verbales como para dejar que los seres humanos conocieran sus vocablos más secretos. Imagino que la explicación popular de la lengua divina esconde otra. Morfológicamente hablando, “Mpame” no responde a ninguna estructura locativa o toponímica del c’baka, la lengua baga, ni siquiera de las lenguas Mandé (susu, malinké) que han llegado con posterioridad a la zona, pero sí es posible que sea un locativo de lenguas atlánticas
anteriores a estas lenguas. Es posible, aunque solo sea una hipótesis, que Mpame no sea el nombre que le dan los dioses a Kamsar, sino el nombre que antiguos habitantes, miembros de una comunidad lingüística anterior a los bagas, habían dado al lugar, y que la arqueología toponímica nos permita algún día reconstruir movimientos humanos, y tal vez, quien sabe, violencias humanas también. Pero esto no quita que, para los bagas de hoy, Mpame sea un lugar divino, y que la pareja Kamsar-Mpame tengan que ser vistas como un todo, como un Jano que mira a lo visible y a lo invisible am mismo tiempo. Sea cual sea la historia, la intencionalidad nominal ha convertido Mpampe, y de rebote Kamsar, en una realidad invisible, divina, y por lo tanto remota, ilustrando que la relación entre lo remoto y lo concreto es un camino de ida y vuelta. La historia humana no ha consistido solo en tornar lo remoto concreto, sino también en construir lo remoto a partir de lo sensible y de lo concreto. Aunque no la encontremos, continuaremos buscando a Roma en Roma, porque es en el nombre “Roma” donde se esconde el
numen Roma.
Imagem: Antiga litografia de Roma (retirada da web).
Ramón Sarró
Ramón Sarró é catedrático de antropologia social na Universidade Oxford. Tem-se debruçado pela antropologia da religião e da cultura material em Africa ocidental e central, assim como em Portugal. É autor dos livros The Politics of Religious Change on the Upper Guinea Coast: Iconoclasm Done and Undone (Edinburgo 2009), O Museu Etnográfico Nacional de Guiné-Bissau: Imagens para uma História, em coautoria com Albano Mendes e Ana Temudo (Porto 2018), e Inventing an African Alphabet: Writing, Art, and Kongo Culture in the DRC (Cambridge, 2023). Em 2022, Sarró foi convidado a impartir a “Conférence Lévi-Strauss” na EHESS de Paris (publicada em L’Homme) e a “Jorge Dias Memorial Lecture” no ISCSP de Lisboa (Publicada em Etnográfica). E: ramon.sarro@anthro.ox.ac.uk
[0]: Antes que nada, me gustaría agradecer a los organizadores de este coloquio, y a Anna y Anastasios en particular, el que me hayáis invitado a dar una “Keynote”, honor que desmerezco, pero que acepto con gusto porque la institución que organiza este coloquio, el NAR (“Núcleo de Antropologia de las Religiones”) del “Centro em Rede de Antropologia Social de Portugal” (CRIA), me es muy próxima a mi corazón y a mi biografía, y suscita agradables recuerdos de aquellos años en que conseguimos, en un esfuerzo colectivo, que Portugal se situase en el centro del mapa de la antropología de las religiones europeo, y en concreto en el cruce entre las religiones y la movilidad humana (no sin ciertas reticencias y algún boicot, que prefiero olvidar, por parte de algunos colegas poco interesados en el tema de la religión). Además, quiso la casualidad que cuando recibí el convite estuviera precisamente dándole vueltas al tema de la relación entre paisaje y utopía religiosa, para dar un “paper” en un coloquio sobre Kimbanguismo que se celebró hace unas semanas, el pasado mes de mayo, en EEUU para celebrar el centenario del encarcelamiento del profeta anticolonial Simon Kimbangu en 1921.
[1] la deontología de la antropología no acepta que se introduzcan en un trabajo científico informaciones recogidas con anterioridad a la obtención de la autorización del comité ético para realizar la investigación. Confieso que, a los seis años, en 1968, no rellené ningún formulario para realizar trabajo de campo sobre una comunión católica en Santa Maria del Castell, por eso he optado por anonimizar a mis primos. No se llamaban María Rosa y Antonio, como los llamo aquí para proteger los datos personales, sino Cuca i Toni. ¡Ups, se me ha escapado!
[2] Normalmente la critica religiosa y cultural anglosajona parece haber asumido acríticamente que el concepto de
uncanny es una traducción de
umheilich, lo cual es simplificar mucho la historia paralela de ambos conceptos. En su ensayo
Lo sagrado, de 1917, el teólogo luterano Rudolf Otto utiliza, para referirse al sentimiento religioso inicial, el concepto de
umheilich, pero para esclarecer de lo que está hablando invoca el concepto inglés (a pesar de escribir en alemán) de “the uncanny”, como si este concepto inglés tuviera que ser, para el público alemán de 1917, más comprensible que el cultismo de lo
umheilich, cuyo origen desconozco, pero tengo la intuición que debe de esconderse en los autores románticos del siglo anterior y que, como he escrito, ya fuera utilizado por Rilke en un ensayo sobre el paisaje. Ambos conceptos se refieren a aspectos diferentes de la desestabilización emocional y cognitiva que produce el encuentro con "lo insólito" (como el Dr Ramon Sarró Burbano, especialista en Freud, optó por traducir, creo que no muy felizmente, al castellano el concepto freudiano).